La emocionalidad que incomoda
Por: Julia Rodríguez
Vivimos en un mundo que habla mucho de bienestar, de salud mental, de cuidarnos. Y, sin embargo, seguimos teniendo muy poco espacio para la emocionalidad. Queremos sentirnos bien, queremos que los demás estén bien, pero no sabemos muy bien qué hacer cuando eso no sucede.
Cuando alguien nos muestra tristeza, miedo o angustia, lo primero que solemos hacer es intentar calmarlo o darle una solución rápida. Decimos cosas como “no te preocupes”, “no pienses en eso”, “ya pasará”. Frases que parecen amables, pero que, en el fondo, terminan cerrando la puerta a lo que estaba intentando mostrarse. Porque las emociones no desaparecen con un consejo. Lo que desaparece, en esos momentos, es la sensación de haber sido escuchados.
Las emociones no son un error. Son parte de estar vivos. Lo que pasa es que incomodan. Y cuando se hacen visibles, nos incomodan todavía más. Nos cuesta sostener las nuestras y nos cuesta aún más sostener las de los demás.
Quizás el reto no está en controlar lo que sentimos ni en controlar lo que sienten otros, sino en aprender a dar espacio a esa incomodidad. Aceptar que no siempre podemos resolver, que acompañar también significa estar presentes sin cambiar nada.
Y aquí entra algo fundamental: poder expresar lo que sentimos es también lo que nos ayuda a regularlo. Nombrar las emociones, ponerlas en palabras, compartirlas, las canaliza. Y, sobre todo, nos recuerda que no estamos solos en lo que sentimos. Cuando alguien nos escucha sin querer borrarlo, cuando nos da espacio para existir tal y como estamos, aparece la sensación de estar acompañados.
Esa experiencia es clave: sentir que nuestras emociones tienen lugar en el mundo es también sentir que nosotros tenemos lugar en él. Que la vida, con todo lo que trae, es un espacio donde cabemos, incluso cuando resulta desagradable. Donde no tenemos que escondernos ni fingir, sino simplemente estar.
Si lo pensamos bien, vivimos en una sociedad que premia la rapidez, la eficiencia, el resultado. Y en esa lógica, las emociones estorban: interrumpen, frenan, complican. Pero si no les damos lugar, ¿qué nos queda? Una vida más cómoda en apariencia, pero más solitaria y más desconectada.
Tal vez ahí está el punto de reflexión: si queremos una sociedad más saludable, necesitamos aprender a estar incómodos. Con lo nuestro y con lo ajeno. A sostener el dolor cuando aparece, sin disfrazarlo. A reconocer que lo humano no es solo la alegría o la calma, también es la tristeza, el miedo, la frustración. Y que, cuando esas emociones tienen un espacio real para expresarse, no solo se regulan, sino que también nos permiten sentirnos vinculados, parte de algo más grande.
La pregunta sería: ¿qué pasaría si dejáramos de tratar la emocionalidad como algo que molesta y empezáramos a verla como un lugar de encuentro? ¿Qué pasaría si nos diéramos permiso para compartir lo incómodo, en vez de ocultarlo?
Quizás el cambio social que necesitamos empieza por ahí: por atrevernos a mirar de frente lo que sentimos, a escuchar de verdad a quien tenemos delante, y a crear una cultura donde haya espacio para lo emocional. Una cultura que, al dar lugar a las emociones, también da lugar a las personas.